La raíz del encono: apunte sobre el ambiente político actual

José Pulido Mata
8 min readJun 20, 2024

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Guerra civil ideológica

Esa noche, Lupita y Juan tendieron el mantel elegante. Mientras Lupita echaba una mirada al horno, Juan, apoyado en la barra de la cocina, hundía el sacacorchos en la boca de una botella de merlot. En eso sonó el timbre.

— Llegaron — dice Lupita.

Juan abre la puerta y, ahí, como enmarcados, muy sonrientes, aparecen Lola y Joaquín: ella, con un pastelito en la palma de la mano; él, con un Herradura blanco tomado por el cuello.

— ¿Podemos pasar? — pregunta Joaquín, alargando las sílabas tónicas.

La cena se desenvuelve en un ambiente de cordialidad y buen gusto:

— ¿Me pasas la salsa, Lupita?

— ¿Más vinito?

— ¡Qué buena te quedó la lasaña!

De pronto, al final de una digresión sobre las perspectivas económicas del país, un pequeño insulto cimbra, leve, casi imperceptiblemente, los cubiertos:

— Lástima del pendejo que tenemos de presidente.

(Silencio.)

Desvergonzado, mirando su plato, Joaquín corta un pedacito de lasaña y se lo lleva a la boca. Lupita voltea a ver a Juan, quien, enrojecido, tiene en la punta de la lengua su réplica:

— ¿Por qué dices eso, Joaquín?

— ¿Por qué digo qué, Juan?

— Eso, de que el presidente es un pendejo.

— Pues… porque lo es. ¿No ves cómo ahuyenta la inversión? Hizo una refinería que no refina, un aeropuerto que nadie usa, un tren que destruyó el medio ambiente, les da nuestro dinero a los ninis, es un socialista y quiere convertir a nuestro país en Venezuela.

— Pero… ¿En qué te basas para decir eso? Yo no veo que México se haya convertido en Venezuela. Al contrario, las cifras dicen que una gran parte de la población salió de la pobreza extrema; que la inversión no se fue, sino que creció; que el lago de Texcoco no era el lugar adecuado para construir un nuevo aeropuerto…

— A ver, a ver, a ver, se ve que alguien de aquí no se pierde La Mañanera. Me sorprende de ti, Juan, pensé que eras más astuto.

— Amor… — interviene Lola.

— ¿Ah sí? Dime tú dónde te informas — continúa Juan — . No, mejor no me digas, ya sé: en Latinus, en Atypical TV, en Televisa…

— ¿Quieren que parta el pastelito? — pregunta Lupita.

Es el año 2024 y sí, escribo esto desde mi búnker. Soy un sobreviviente de la guerra civil ideológica que ha llenado al país de ráfagas de insultos, de datos guangos que según son duros, de bayonetazos discursivos entre chairos y fifís.

Así es, luego de seis años de vivir de cerca rencillas ideológicas como la anterior — por fin — , siento que es un buen momento para tomar distancia y cuestionarme ¿qué es lo que está en juego en esta guerra?, ¿cuál es la naturaleza de la discordia?, ¿en qué momento de la historia estamos?

La Cosa nacional

No es un programa de radio que nadie escucha. Más bien es algo abstracto, o invisible. No se puede tocar ni mucho menos comer. La Cosa nacional,[1] de hecho, es algo que probablemente no exista; pero por alguna razón, quienes se la disputan, están plenamente convencidos de que existe, y de que el bando contrario pretende arrebatársela.

Unos, los del bando históricamente privilegiado (en conjunto con los que se asumen como parte de esa etnia, aunque nunca no hayan sido privilegiados), creen que los del otro bando (que en su percepción no son más que una turba iracunda, pobre e ignorante favorecida por el gobierno) atentan contra su estabilidad económica, espiritual y mental. Aunque esto último — lo de la estabilidad mental — pareciera ser tristemente cierto, su temor a perder “su Cosa nacional” no va más allá de una fantasía discursiva, porque, luego de seis años de supuesta “venezuelización”, su estabilidad, es decir, su casa, su carro, su iglesia, su familia… sigue, más bien que mal, ahí.

Otros, los del bando históricamente desfavorecido (en conjunto con quienes se precian de tener un poco de conciencia de clase aunque nunca hayan sido tan desfavorecidos), creen que los del otro bando (a quienes consideran una minoría rapaz, corrupta y descarada) planean arrebatarles su momento histórico, la hora de la justicia social. Por tanto, respaldan — muchas veces de manera acrítica — la totalidad de las iniciativas del gobierno, y revisten su Cosa nacional con la idea de que la justicia social, que ha llegado para quedarse, los bendice otorgándoles “la razón histórica” y absoluta.

Unos y Otros, con las garras en posición de ataque y mirándose fijamente, se disputan la Cosa nacional, que está al centro, y que por ser un vacío semántico cada quien interpreta a su manera: estabilidad económica, espiritual y mental; o bien, reivindicación y justicia social.

Luego, para terminar de convencerse a sí mismos y a otros que piensan igual que ellos de que la Cosa nacional existe y de que corre riesgo, se valen de mitos modernos, discursos o “narrativas” (como las llaman ahora), que son elucubrados y difundidos por su medio de comunicación favorito, con intereses particulares a veces oscuros, pero que casi siempre son económicos o, en el mejor de los casos, morales.

En el lomo de tales estructuras argumentativas, aparentemente objetivas y racionales, ambos bandos montan a pelo sus emociones más primitivas que, desde luego, en el fondo tienen que ver, simplemente, con procurarse el gozo y evitarse el sufrimiento, con procurarse el amor y evitarse la muerte. ¿Es posible sentir amor de manera permanente? ¿Es posible renunciar a la muerte?

El péndulo y sus extremos

A riesgo de sonar simplista, una manera de entender el mundo es a partir de sus extremos. Aunque sabemos que entre el blanco y el negro hay toda una paleta de tonalidades, la teoría del color parte de explicar esa variedad desde la ausencia o la presencia total de colores. Aunque sabemos que las funciones neurológicas activan diversas partes del cerebro, es útil partir de la noción de “hemisferio derecho” y “hemisferio izquierdo”. Aunque sabemos que en la política hay una variedad de posturas, resulta más sencillo entenderla desde sus polos, distinguiendo a un jacobino de un ultraderechista, por ejemplo.

Hegel entendía la historia como un desfile de antagonismos, una violenta danza de apareamiento entre una afirmación y una negación, cuyo resultado era siempre la síntesis de los dos polos. Para los herméticos, no sólo la historia sino la vida misma opera con el principio del ritmo y de la polaridad, en la que un péndulo oscila entre dos puntos, impulsado por la potencia de los extremos.

Según esa manera entender la estructura de la vida, el mundo y las personas que lo habitan se transforman dando tumbos hacia los extremos. Por eso: un alcohólico se vuelve cristiano cuando toca fondo; un religioso reprimido se rinde a las más bajas perversiones luego de que su frustración se ha desbordado, y, así mismo, un país entero, fastidiado por el descaro de sus gobernantes, se levanta en armas o vierte su voluntad en las urnas para salir de un sistema político podrido.

Sugerencias

En julio del 2018, una energía colectiva guiada por un líder carismático dio el último empujón para que el péndulo de México llegara de un extremo político a otro. Detrás de aquella energía estaba el cúmulo de la pobreza ineludible, del despilfarro burocrático, de la impopular guerra contra el narco, de la vergüenza nacional… Hoy, a seis años de aquel vuelco pacífico, el péndulo apenas ha comenzado a moverse, lentamente, en la dirección contraria.

En vista del momento histórico en el que nos hallamos, a los que se oponen al régimen actual habría que comentarles que no es momento aún de revoluciones, sino de reflexión, de reestructuración y planeación. Con la potencia del péndulo todavía en contra, cualquier acto precipitado seguirá terminando en ridículo, en vergüenza pública, en menosprecio. Por favor dejen de hacer eso, les toca esperar su turno. Es tiempo de convertirse en una oposición seria, un poco más madura. Superen ya la etapa infantil del “No a todo” y pasen a la etapa del “Esto puede ser, esto no, esto sí”. Ser un “contrapeso” serio es más que simplemente negarse a todo.

Ahora, a los que respaldan de manera plena al régimen actual, habría que comentarles que cualquier intento de suprimir de inmediato y por completo los antagonismos (entiéndase corrupción, desigualdad social, privilegios…) es coquetear con el totalitarismo. Pretender terminar de tajo con pulsiones de muerte, persiguiendo un ideal utópico, es negarle la existencia a eso Otro que también está en nosotros mismos. En cambio, contener, limitar e, incluso, administrar los antagonismos podría ser la ruta para una convivencia menos enconada.

El derecho a la tibieza

Aunque pareciera un acto cívico y racional, hablar de política en este contexto es como berrear con las tripas en la mano. Cuando un fifí despotrica contra un chairo o viceversa, no está ejerciendo su libre expresión ni buscando persuadirlo de su error; está insultando sus ideas, sus creencias y sus emociones, que son los componentes principales de su ideología. De paso, está insultando indirectamente a su familia — su herencia ideológica — y demeritando sus traumas y resentimientos; está echando en saco roto sus temores y sus aspiraciones. ¿Con qué derecho?

La raíz del encono se halla, pues, en ese choque de egos que nos reduce, de seres humanos, a la categoría de animales políticos: un ovillo de pasiones, instinto puro de supervivencia disfrazado de raciocinio. Habría que preguntarnos si somos más que tripas enredadas y sangre hirviendo.

La política, que simple y noblemente habría de ser el oficio de mediar entre la libertad y el orden, está hoy desbordada. Ha inundado nuestras casas y ha mojado los tobillos de nuestras familias. Sí, sé que la trama politiquera cada día ofrece un nuevo y emocionante capítulo, y que es difícil resistirse a la tentación de tener al menos un pequeño papel en aquel novelón. Pues bien, pienso que para interpretar un mejor papel, en lugar de insultar y pelearse con el vecino por el simple hecho de ponerse por encima de él, lo mejor sería partir de poner en duda nuestras propias creencias, ideas y sentires, aproximarnos al otro con una postura abierta, cordial, capaz de conceder.

La tibieza, que tiende a ser mal vista por quienes van como desbocados de un extremo a otro en sus vidas, es el derecho de quienes estamos fastidiados de tanto pleito pseudoracional. No se dejen presionar, la tibieza también puede ser un acto de rebeldía.

La intensidad extrema, si bien es útil para el cambio y es muy necesaria en determinados momentos de la historia y de la vida misma, tendría que dejar de ser romantizada. El país debe ir superando su adolescencia política.

Y bueno, para cerrar, comparto una frase de Eliphas Levi: “Son los locos quienes comienzan las revoluciones y los sabios los que las terminan”.

Bibliografía (no referencias)

Levi, Eliphas, El gran arcano del ocultismo revelado, Biblioteca Upasika,

Troeltsch, Ernst, “La dialéctica hegeliana”, Revista de Filosofía, s. v., s. n. pp. 149.181.

Zizek, Slavoj, El acoso de las fantasías, México, Siglo XXI Editores, 2009.

— , El sublime objeto de la ideología, Buenos Aires, Siglo XXI Editores Argentina, 2003.

[1] El término “Cosa nacional” lo saqué de Slavoj Zizek, quien la define como un “vacío semántico” que se llena con cualquier construcción ideológica y es al mismo tiempo y contradictoriamente inaccesible y amenazada por el Otro. Slavoj Zizek, El acoso de las fantasías, México, Siglo XXI Editores, 2009, p. 47

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